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viernes, noviembre 22, 2024

Pensar la interculturalidad en tiempos de pandemia. Una invitación a la reflexión

 

Rue20 Español/FEZ

Mustafá Akalay Nasser

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Las comunidades sociales no se mantienen inmóviles,

no son construcciones monolíticas,

inmutables, sino que están sujetas a cambios. 

 

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La interculturalidad no designa una situación estática, es más bien una postura o en otras palabras una disposición en constante construcción. Pese a que incluye, necesariamente, acciones concretas, prácticas culturales y sociales y, por lo tanto, discursivas, aquí la retomamos como una disposición, como una práctica potencial, incorporada, hecha “habitus”, diría el gran sociólogo francés Pierre Bourdieu.

 

De este modo, el ser intercultural designa el acto mismo de pensar y actuar conforme a un pensamiento intercultural, dispuesto para la relación con lo diferente, lo ajeno, lo distinto a uno mismo. Es así que la interculturalidad implica siempre comunicación intercultural, es decir, interacción con lo distinto.

 

Los procesos de comunicación intercultural requieren de actitudes cooperativas y disposiciones que permitan a los diferentes actores compartir saberes, acciones, representaciones simbólicas.

 

La identidad es una construcción permanente que avanza mediante procesos muy variados, a menudo contradictorios, a veces inestables y traumáticos en un mundo cada día globalizado.

 

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Nuestras sociedades tienden a ser plurales en el futuro y estarán compuestas de un mosaico de identidades polimorfas (multiformes), resultado del roce o hibridación de los diferentes pueblos de la tierra.

 

Dicha hibridación se apoya en la apropiación de elementos que provienen de distintas tradiciones y que es, en definitiva, el producto de la comunicación con el otro.

 

Una identidad colectiva que no será nacional o étnica sino ciudadana, puesto que el concepto de ciudadanía es la identidad política fundamental de las sociedades democráticas y el mejor mecanismo de integración sociopolítica. En otros términos, una identidad colectiva ciudadana, cementa la urdimbre democrática de las sociedades y representa el mejor útil de integración.

 

La ciudadanía es un Estatus, o sea, un reconocimiento social y jurídico por el que una persona tiene derechos y deberes por su pertenencia a una comunidad casi siempre de base territorial y cultural. La ciudadanía no llega por casualidad: es una construcción que, jamás terminada, exige luchar por ella. Exige compromiso, claridad política, coherencia y decisión. (Freire ,1993). La identidad personal la construimos socialmente a partir de rasgos culturales diversos, cada uno de los cuales nos vincula a un grupo diferente. Pertenecemos, pues, como afirma Amartya Sen, de un modo u otro, a muchos grupos diferentes y nos vemos obligados a decidir cuáles de los diferentes grupos a los que pertenecemos son importantes, y necesarios, para nosotros; cuáles son prioritarios y cuántos podemos relegar a un último lugar.

 

Debemos y podemos decidir libremente, de entre todas nuestras pertenencias identitarias, cuáles son las primordiales e irrenunciables, puesto que a pesar de que algunas categorías nos fueron impuestas por la historia, la tradición o los hábitos, podemos renunciar libremente hasta de la lengua que, como hemos dicho, es la categoría originaria de la identidad. Se nos avisa de los peligros que derivan de la ilusión de una identidad cultural colectiva única, ya que conducen al sectarismo y en el límite, a la violencia. Lo hemos visto en el genocidio de Tutsis en Ruanda y la masacre de Srebrenica en Bosnia.

 

¿Qué es la identidad? Es la conciencia de ser uno mismo, escribe Yves Michaud, pero es también una ficción no quiere decir irracionalidad, sino construcción más o menos artificiosa… Así nos pasamos el tiempo inventando ficciones. El “nosotros” debe tomarse en el sentido del plural, porque en tanto que individuos apenas somos dueños de nuestra identidad. Esta se construye por medio de la familia (con la imposición del nombre propio y los hipocorísticos), el grupo (el barrio, el pueblo, la generación), los grupos extensos (región, etnia, nación). Sabemos muy bien que sólo somos “uno entre muchos”, pero nos liberamos “personalizando” nuestra identidad a base de modas, ropas, tatuajes y piercings.

 

En otro sentido, es triste: muchos no saben dónde están y se lanzan a reconstrucciones histéricas, poniendo en juego una convicción y unas creencias simuladas. Muchos regresos identitarios, sobre todo de naturaleza religiosa, étnica o lingüística; ponen de manifiesto esa búsqueda de la identidad perdida, imposible de encontrar en la convicción sólida y natural.

 

Gerd Bauman analiza en su libro “El enigma multicultural” que la identidad cultural se sostiene en la religiosa, la étnica o la nacional y que las tres son muy problemáticas ya que se constituyen básicamente sobre identificaciones imaginarias. ¿Y qué pasa cuando alguien no se identifica con esta identidad que se atribuye a la comunidad en la que se le sitúa?, pues que quedaría excluido de la comunidad y se le llegaría incluso a considerar un traidor.

 

Muchas veces cuando hablamos de tradiciones entendemos la cultura de una manera esencialista- (defensor a ultranza de determinados valores y creencias)-como un conjunto de prácticas que se transmiten estáticamente por generaciones y que hay que conservar.

 

La realidad cultural es mucho más compleja, más abierta y es mejor entender la cultura como una realidad viva, en constante creación y transformación, como muy bien nos mostró el filósofo Cornelius Castoriadis. La tradición lo es siempre de algo, que puede ser una creencia o una práctica, pero creo sinceramente que no hay ni creencias ni prácticas absolutas en ninguna de las naciones actuales. Más bien, estas supuestas tradiciones se promocionan artificialmente para reforzar la propia ideología nacionalista.

 

La lengua hay que mantenerla en la medida que los sujetos parlantes, es decir las personas, quieran hacerlo, pero es muy discutible identificar la lengua con la cultura y ésta con la nación, como suelen hacer de hecho los nacionalistas, envolviéndola en una retórica culturalista más amplia (tradiciones, creencias, costumbres) que resulta difícil de especificar como algo común del colectivo del que se habla. Es la idea romántica de nación que hereda la fuerza emocional de la religión para dar cohesión a la comunidad. Pluralidad en el espacio, movilidad en el tiempo.

 

Las identidades siempre pueden cambiar, si bien es cierto que las identidades llamadas “tradicionales” no lo hacen tan gustosamente ni tan rápido como aquellas que llamamos “modernas”. Estos cambios tienen razones múltiples. Puesto que cada identidad engloba en ella, o se encuentra en intersección con otras, sus diferentes ingredientes forman un equilibrio inestable. Al lado de sus tensiones internas están también los contactos externos con las identidades vecinas o lejanas, que a su vez provocan inflexiones.

 

Estos cambios son tanto más fáciles en la medida en que las identidades –hechas de una memoria común, así como de reglas comunes de vida – se forman por aglutinación y adicción y no poseen el rigor de un sistema. En este sentido, las identidades se asemejan al léxico de un idioma más que a su sintaxis: siempre se puede añadir una palabra nueva, tal otra puede caer fácilmente en desuso. (Tzvetan Todorov).

 

La apoteosis del identitarismo es uno de los más acuciantes síntomas de la crisis general que vivimos en un ámbito cada día globalizado. La atención al pasado y a las costumbres antiguas es tanto más fuerte cuanto más lejos ha ido el proceso de modernización y el desbarajuste provocados por la economía turística.

 

En palabras de Yves Michaud, “el apoyo a los equipos nacionales (La roja) o locales (FC.Barcelona) en las grandes competiciones deportivas muestra un patriotismo identitario que solo encuentra ese apoyo al que agarrarse. ¿Es tan temible en comparación con los delirios identitarios nacionalistas que fueron mucho más peligrosos?”

 

Las identidades han sido siempre fuentes de sentido claves para los sujetos y para las colectividades, y lo siguen siendo en las sociedades contemporáneos. Hoy la masa homogénea de los años sesenta se ha transformado en una miríada de grupos sociales que cobran sentido gracias “al poder de la identidad” (Castells, 2003).

 

Pero la novedad más importante estriba en que ya no se trata de una identidad dada sino construida por el propio sujeto mediante un proceso de individuación. Una identidad a la carta y con recambios. Todo hoy fluye. Fluyen las identidades, que, en lugar de constreñirse en uno de aquellos moldes modernos, de orden moral, mutan en objetos flexibles, adaptándose a la vasija que las contiene. (Bauman, 2006).

 

“La diversidad en sí misma no es ni una bendición ni una maldición. Es sencillamente una realidad, algo de lo que se puede dejar constancia. El mundo es un mosaico de incontables matices, y nuestros países, nuestras provincias, nuestras ciudades irán siendo cada vez más a imagen y semejanza del mundo…. Vivir juntos no es algo que les salga de dentro a los hombres; la reacción espontánea suele ser la de rechazar al otro.

 

Para superar ese rechazo es precisa una labor prolongada de educación cívica. Hay que repetirles incansablemente a estos y a aquellos que la identidad de un país no es una página en blanco en la que se puede escribir lo que sea, ni una página ya escrita e impresa. Es una página que estamos escribiendo entre todos.(Amin Maalouf).

 

Desde su condición de libanés, próximo-oriental y mediterráneo ,europeo y ciudadano del mundo, ubicado entre Oriente y Occidente que pende sobre toda su obra , ya sea literaria – Como Léon el Africano- , o histórica – como en Las cruzadas vistas por los árabes -,cuando se le pregunta al autor de Identidades asesinas, Amin Maalouf si siente más libanés o más francés responde por igual : “Lo que me hace ser mismo y no otro, es que estoy a caballo entre dos países, entre dos o tres lenguas, entre varias tradiciones, ésa es mi identidad”.

 

Profesor en la Universidad Privada de Fez (UPF)

 

 

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