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La caída del régimen de Bashar al-Assad el pasado 8 de diciembre marca el fin de una era de represión en Siria, pero también revela las grietas profundas del régimen militar argelino. Mientras el mundo observa este cambio como un respiro en el escenario geopolítico, Argelia queda atrapada en una política que la desconecta cada vez más de las dinámicas actuales. Su defensa pública de Assad, expresada en un comunicado oficial días antes de su colapso, evidencia una estrategia obsoleta que prioriza alianzas moribundas por encima de su propia estabilidad.
Este episodio refleja algo más que un error diplomático. Es un síntoma de una visión política congelada en el tiempo, incapaz de adaptarse a un mundo en transformación. Aferrada a regímenes autoritarios como el de Assad o aliados cuestionables como Irán, Argelia apuesta por un modelo de confrontación que la aleja de las prioridades de la región. En lugar de buscar alianzas basadas en el desarrollo y la cooperación, el régimen militar argelino prefiere prolongar una narrativa de resistencia que ya ha perdido credibilidad.
El contraste con Marruecos no podría ser más evidente. Mientras Argelia sigue estancada en su hostilidad hacia el Reino, Marruecos emerge como un modelo de estabilidad y proyección internacional. Las estrategias marroquíes, basadas en el desarrollo económico, la modernización y la construcción de puentes con sus socios internacionales, consolidan al Reino como un actor constructivo y visionario. No es solo una cuestión de diplomacia; es una política que entiende el momento histórico y sabe cómo aprovecharlo para construir un futuro viable.
Argelia, en cambio, permanece estática, sumiendo a su población en un aislamiento difícil de justificar. La caída de Assad representa más que un revés en su política exterior; es una evidencia contundente de su fragilidad interna. Un régimen incapaz de proponer alternativas, que depende de la represión y se aferra a una retórica caduca, está condenado, de manera inevitable, a su propio desgaste.
Los ciudadanos argelinos, quienes deberían ocupar el núcleo de cualquier estrategia gubernamental, permanecen como los grandes relegados. Mientras los dirigentes desvían esfuerzos y recursos —financiados por el sacrificio del pueblo— hacia la defensa de alianzas obsoletas, la población enfrenta problemas tangibles: precariedad económica, oportunidades cada vez más escasas y una desconexión creciente con el resto del mundo. Este modelo de gobernanza, anclado en un constante estado de confrontación, resulta completamente inadecuado en un contexto global que demanda cooperación, modernización y progreso compartido.
La lección que deja la caída de Assad es clara. Aferrarse al pasado no garantiza estabilidad, y perpetuar un sistema basado en el autoritarismo y la represión solo lleva al colapso. El régimen argelino tiene frente a sí una decisión crucial: mantenerse en su política de aislamiento o emprender un cambio real que coloque a su gente en el centro de sus prioridades.
Argelia tiene la oportunidad de aprender del ejemplo de Marruecos y reconfigurar su papel en la región, pero este cambio requiere desmantelar esquemas políticos anacrónicos y abandonar alianzas que han resultado ineficaces y, en muchos casos, contraproducentes. Sin embargo, el reloj no se detiene. Los regímenes que insisten en ignorar las demandas del presente acaban sucumbiendo bajo el peso de su propia inercia. La verdadera cuestión no radica en cuánto tiempo le queda al régimen argelino para transformarse, sino en si encontrará el valor para enfrentar sus propios fantasmas y emprender el cambio antes de que sea irremediablemente tarde.
Quizás ha llegado el momento de que el régimen militar argelino considere abdicar de la conducción del país y regrese a los cuarteles, el lugar que verdaderamente le corresponde. La gobernanza de una nación requiere visión, apertura y un compromiso genuino con las aspiraciones de su pueblo, elementos que claramente han estado —y continúan estando— ausentes bajo su dirección.