Rue20 Español/ Rabat
Quemar un ejemplar del Sagrado Corán no tiene nada que ver con la «libertad de expresión». El Reino de Marruecos, cuyo Soberano es Amir Al-Muminin, siempre se ha indignado ante los actos irreverentes, vengan de donde vengan, que atentan contra la fe musulmana y ofenden los sentimientos de los musulmanes de todo el mundo.
El Reino ha condenado con mayor vigor la quema del Sagrado Corán que tuvo lugar el miércoles 28 de junio en Estocolmo, porque no sólo se trata de una violación de los Derechos Humanos, sino también de una reincidencia inadmisible, perpetrada ante la mirada pasiva y permisiva de las autoridades suecas, lastradas por una controvertida decisión del Tribunal Supremo, que falló en contra de la prohibición de las manifestaciones para quemar el Corán.
Sin embargo, situar la profanación del Libro Sagrado del Islam bajo el paraguas de la «libertad de expresión» o la «manifestación» es un disparate, y más propio de la iniquidad que de la justicia. La quema del Corán, especialmente durante estos días sagrados en los que el mundo musulmán celebra Aid Al Adha, es una ofensa suprema y la máxima muestra de falta de respeto, intolerancia y discriminación contra todos los musulmanes.
El acto de quemar el Corán no es libertad ni expresión, como tampoco lo serían el insulto, la difamación o la amenaza. ¿Cómo podemos explicar a los musulmanes de Suecia -y de todo el mundo- que se está abusando de estas libertades fundamentales y desviándolas de su esencia, para complacer a algunos -aunque ello signifique ofender a otros?
Los hechos son graves, y los tiempos no lo son menos. La quema del Corán es un acto odioso, que tiene lugar en un contexto de creciente islamofobia en Europa, de aumento de la xenofobia y de incitación al odio contra los musulmanes.
Las expresiones son múltiples: auge de las franjas xenófobas; difusión de las narrativas islamófobas; recuperación política y populista; estigmatización del islam y de los musulmanes; chivo expiatorio e instrumentalización de la cuestión migratoria, que esencializa a los musulmanes y cae en teorías conspirativas que cultivan el imaginario de la amenaza y la demonización del «Otro».
El miércoles, en Estocolmo, se quemó un ejemplar del Corán; un día antes, en Nanterre, un joven de 17 fue disparado por un agente de policía. Estas violencias -ya sean físicas, emocionales o simbólicas- no deben tener futuro en un Estado de Derecho. Sólo hay un paso entre el comunitarismo y la islamofobia, y ese paso puede ser fatal. La islamofobia no es sólo una violación de los Derechos Humanos; es una llamada a la violencia, cuando no mata pura y simplemente. No debe tolerarse en ninguna parte.
En Su Mensaje Real a los participantes en la Conferencia Parlamentaria sobre «Diálogo Interconfesional», el 13 de junio en Marrakech, Su Majestad el Rey, evocando que “nuestro mundo atraviesa en el día de hoy, enfrentándose a sesgos del extremismo, egoísmo, odio y ostracismo”, subrayó que “debemos comprender que el sentimiento de miedo a una determinada religión, o quizá el hecho de infundir temor hacia la misma, se convierte en una especie de odio hacia las manifestaciones de esta religión y a la cultura asociada a la misma, y por consiguiente, a una instigación contra ella, desembocando en la discriminación y actos de violencia”.
Estas palabras de sabiduría real son ciertas, hoy más que nunca.