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Abderrahmane Belaaichi
A comienzos de este nuevo año, todos seguiremos igual que antes y es verdad porque no hay realmente motivos para actuar diferentemente solo de un minuto antes de medianoche y de otro después de medianoche. El único cambio real es de año; pasamos de 2022 a 2023 y, con él, empieza una nueva cuenta atrás porque iremos contando las horas, los días, las semanas, los meses… A comienzos de cada nuevo año, la gente se apresura a intercambiar las enhorabuenas llenas de deseos de salud, paz y prosperidad; llenas de expectativas, legítimas desde luego, alentadoras para acoger lo venidero con ánimos y alientos inagotables.
Pero al día siguiente, después de amanecer y de terminar le resaca de la fiesta y de las veladas que ofrecen los canales televisivos, parece que la vida sigue igual en general. La gente, nosotros, volvemos a retomar el mismo ritmo de antes porque la vida nos lo exige; las exigencias no paran y las necesidades crecen cada día y cada vez. Las aspiraciones también aumentan y requieren que doblemos los esfuerzos para alcanzarlas. Nos damos cuenta, una vez más, de que la vida nos vence y nos involucra en el circuito eterno de correr, currar, ir persiguiendo esa misma vida en su faceta material; de que la materia es esencial y que sin ella las expectativas no podrán realizarse, los deseos no podrán traducirse ni hacerse reales; de que la materia es la base y el sustento de todo. Y lo es de verdad, y en muchos aspectos y niveles.
Y nos olvidamos de cosas mucho más importantes. Nos olvidamos de muchos detalles que van más allá de la materia. Nos olvidamos de las personas que no tienen esas aspiraciones grandes o sueños gigantes que nos dejan estreseados de si podremos alcanzarlos o no y lo diferente, o quizá incluso peor, que serán nuestras vidas si no los realizamos. Nos olvidamos de las personas que nos rodean o con las que hemos crecido que tienen otras aspiraciones y sueños, y que reflejan que la vida no significa siempre lo mismo para todos o, si es así, lo injusto que es para con esa gente que, por las condiciones que esa misma vida les impone, ha abandonado esas grandes aspiraciones. Gente muy conformista, se contenta con lo poco que posee, con lo poco que tiene. Gente muy sobria; no reclama ni reivindica ni se queja tampoco de las injusticias, frustraciones y privaciones. Pero es, a pesar de todo, gente alegre, afable, sonriente, acogedora, hospitalaria, serena y feliz.
Tenía la ocasión de comprobarlo miles de veces cada vez que voy a mi pueblo y me encuentro con esa gente que me inspira mucho y me da al mismo tiempo lecciones enormes, fruto de sus vivencias en la ancha escuela de la Vida. La vida para esa gente es otro; es diferente de lo que creemos que es realmente. Los valores para ella es lo más sustancial, lo que más cuenta. Y cada vez, su estilo y modo de ver y vivir me convencen, y no puedo mantenerme indiferente.
No puedo ni debo ser indiferente a esa gente a principios de ese nuevo año. No puedo ser indiferente a su modestia y sobriedad, a esa gente sin grandes necesidades ni exigencias, gente sin reivindicaciones porque su dignidad es su capital. Gente que la vida ha puesto al otro lado de esos lujos y comodidades que creemos que hacen nuestra felicidad y que vamos persiguiendo en una lucha inhumana sin tregua. Y nos olvidamos de ella. No puedo ni debo ser indiferente a principios de este nuevo año a esa gente que tiene que ser un modelo de vida para nosotros, perdidos entre satisfacer los caprichos que muchas veces ni quitan ni añaden pero que nos cuestan mucho esfuerzo que hubiéramos podido invertir adecuadamente en otros sitios.
No puedo ni debo ser indiferente a su reacción cuando pregunto a esas gentes por sus necesidades y contestan que no las tienen; no porque no las tengan, sino porque creen que ya las tienen. La salud, la familia, los amigos, ir al zoco semanal, ir a la mezquita del pueblo, llevar las cabras y ovejas al pastoreo, preguntar por un vecino que no va a la mezquita todo el día si va bien, ver a los niños, que no son forzosamente suyos, jugando en Asarag, mirar el cielo para esperar o pedir que Dios lo deje generoso lloviendo, mirar quién llega al pueblo y quién se va, trabajar la tierra, labrarla, regarla, y luego sembrarla, presenciar las ceremonias, muy modestas, de los pueblerinos como las bodas, los rituales de las circuncisiones, los Maarufs en los santos o Patrones de los aduares para compartir momentos de felicidad en torno a un tagine y un espectáculo gratis por la noche de Ahuach, y un largo etcétera, son algunas de las móviles de la felicidad interna y de la simplicidad de su vida que hace que no quieren ni exigen nada a la vida. Cuando nosotros corremos detrás de otras que quitan más que añaden a nuestras vidas.
No puedo ni debo ser indiferente a las preguntas e interrogantes que luego la situación impone. Me pongo a cuestionar si realmente el sentido que damos a nuestras vidas es el verdadero, el que en el fondo le corresponde. Si la concepción que tenemos de la vida no está deformada o desfigurada. Qué valor tiene la materia si no es sólo un medio para llevar la vida con los valore de antes y de siempre, valores que le dan sentido y sabor. Qué aporta la materia a nuestras vidas en comparación con esa carrera inhumana e interminable en que nos pone la vida moderna haciéndonos creer que el objetivo principal es ganar más y más en detrimento, por supuesto, de nuestro confort moral y psicológico.