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viernes, noviembre 22, 2024

Errancia (1/2)

 

Rue20 Español/ Agadir

 

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Abderrahmane Belaaichi

 

 

“Este relato y otros, los he escrito en momentos diferentes, momentos en que sentía y creía que necesitaba ese ejercicio para salvarme de la obsesión de tanto pensar que me ata sin clemencia. Creía que la escritura podría liberarme y confieso que lo ha conseguido. A lo mejor son relatos sueltos e independientes, pero forman parte de la misma cadena. La cadena de la Vida. La mía y quizá también la de muchos, como yo.”

 

 

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Hoy no es como ayer… ayer tampoco se parece al día de antes, ni será como otros días. La rutina mata o, en concreto, tener la sensación de que todo es rutina mata. Paraliza el pensamiento y la reflexión; paraliza los sentidos y la concentración. La rutina abre puertas anchas de la desilusión y la desesperanza. La rutina acarrea y dispone condiciones de tristeza y melancolía.

 

Al salir a la calle, quiere deshacerse rápidamente de ese sentimiento, quiere arrojar de sí esa sensación negativa. Busca luz, busca grietas que dejen ver el otro lado, busca superar el estado actual que le tiende trampas; trampas de pereza y holgazanería.

 

La salida a la calle no es tampoco un acontecimiento. El está acostumbrado a salir, él es además muy callejero. Es dinámico, activo, social y sociable. Respira saliendo, vagabundeando, deambulando por las calles de la ciudad. Está siempre muy fascinado por los espacios abiertos, que, a su vez, abren horizontes y ramificaciones. Le dan opciones que los espacios cerrados son incapaces de ofrecer y disponer. Le agrada mucho desplazarse de un lugar a otro, cambiar de sitios. Odia la inercia y la inmovilidad. Cierran y encierran. Le privan de esa facultad de escoger o seleccionar. Le quitan alternativas y opciones.

 

Por eso sale mucho, demasiado incluso. Cada día lo hace y tantas veces como pueda. No se cansa, nunca. Cada salida le da pistas y le sugiere cosas, aunque imprecisas, pero le pone cada vez más contento, más alegre y más deseoso de volver a la calle. Salir, por así decirlo, lo pone ante y delante de la vida.

 

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Es por eso que le gusta también ir muy lejos, más lejos si puede. Le encanta viajar, trajinarse de un lugar para otro y moverse.

 

El movimiento, la movilidad y el desplazamiento son su pasión. Respira viajando, vive moviéndose, se descubre y aprende desplazándose. No es estático ni le gusta serlo. Por eso no desperdicia ninguna oportunidad de hacerlo, de viajar si se presenta, incluso las provoca y siempre encuentra un buen motivo para viajar.

 

Ese día sale también y de nuevo. Sale, no por obligación sino por placer de salir. Es un placer que se renueva con cada salida. Hay gente al contrario que sufre al salir, gente muy casera, muy tranquila, gente a quien no le gustan las agitaciones que supone el acto de salir.

 

Sale con nuevas y renovadas expectativas. Sale para ir hacia la vida. Sale para romper la rutina, combatirla, luchar contra ella. No dejarle ninguna suerte de infiltrarse a su vida. No darle la oportunidad de conquistar su existencia, vaciarla, quitarle sentido y razón de ser. No brindarle las condiciones para gobernar o dominar su vida cuando es posible que sea él su dueño, que sea él quien manda y quien decide, quien domina y orienta.

 

Se perdió, como de costumbre, entre la muchedumbre que empezaba a apoderarse de las calles y las callejuelas de la ciudad, de las plazas, de los barrios y de los muchos mercadillos, muy de moda últimamente, instalados en casi todos los barrios.

 

Las caras que ve cuando sale son cada vez distintas, nuevas, raras y sobre todo muy expresivas. Intentó leerlas, averiguar sus pensamientos, sus preguntas, sus intenciones, sus preocupaciones. Intentaba cada vez introducirse en sus interiores, infiltrarse en sus entrañas para averiguar aquello que hacía que sus caras aparecieran como tales y dieran esas apariencias e impresiones que él se hacía de ellas al verlas. Intentaba comprender esas caras a partir de sus arrugas, de sus colores y de las miradas. Sí, las miradas. Las miradas lo dicen todo y lo trasmiten todo. Las miradas no pueden fallar ni equivocarse. Las miradas que veía eran muy expresivas y transmitían muchas cosas sin decir nada. Absolutamente nada.

 

Distinguía o podía distinguir entre la gente sólo fijándose en sus ojos, en sus miradas. Había de todo. Miradas serias, perspicaces, profundas, fuertes, duras, blandas, alegres, contentas y claras. Pero veía también otras pesadas, que llevan encima el peso de las cabezas, marchitados, grises, negros, sombríos, misteriosos, tristes y oscuros; el peso de la vida entera.

 

La calle es de todos. Y eso lo sabía muy bien. Pero también le daba mucho agrado porque siempre consideraba que la calle era un espacio donde toda la sociedad cabía. Un lugar de cohabitación aunque difícilmente, un espacio de convivencia aunque paradójicamente ya que, a veces, se ven en esa misma calle señales de brechas sociales muy profundas. La calle destapa esas diferencias, las pone muy de manifiesto, las revela sin que nadie pueda camuflarlas o disimularlas.

 

La calle es transparente y en ese sentido, muy democrática. Es también un espacio de grandes historias, es su principal escenario, donde todo es posible. Lo lógico, lo razonable y plausible; lo posible y lo imposible. Lo inimaginable e ilógico. Las locuras que se le pueden ocurrir a cualquiera. En la calle descubre a mentes sanas y enfermas, en la calle se da cuenta de los desequilibrios de la sociedad. Las anomalías, las irregularidades, los defectos; en fin, lo mucho que queda por hacer. La mentalidad se traduce a través de las prácticas y los actos individuales, el comportamiento colectivo, común y compartido por todos. Las hipocresías, la esquizofrenia que mata a la gente, las apariencias que hacen que nada ya es espontáneo y natural. La gente se esfuerza más en mostrar lo que no es. Porque la opinión del otro es más importante que lo que sabemos que somos de verdad.

 

Aquel día, como todos los días, la calle estaba abarrotada y archillena. Muchas caras, mucho tumulto, muchos sonidos y ruidos. Una muchedumbre que daba la impresión que no se conocía, apresurada y muy de prisa anda hacia destinos diversos aunque muchos no lo tenían preciso. Muchedumbre de todos los sexos y edades, que llevaba dentro un mar de ideas, de ilusiones y expectativas. Gentes optimistas y pesimistas, con miradas felices o amargas, pero que no dejaba de andar en todas las direcciones posibles dando vida a las carreteras y aceras. Unas calles abiertas a todos, donde cada cual tiene su sitio y plaza.

 

Miraba y miraba, y no dejaba de mirar. No quería ser uno de ellos, impasible e indiferente. Se fijaba en todo. En sus movimientos se perdió su vista y su pensamiento. Era una manera de no concentrarse en lo suyo, un modo de desviar su atención y distraerla. No quería que fuera él el objeto de preocupación de nadie aquella mañana.

 

Parecía que contaba los pasos estridentes y precipitados de la gente que deambulaba, con o sin objetivo, por las calles de la ciudad. No se fijaba en sus pasos ni en la dirección que tomaba, parecía no tener nada claro en su cabeza. Tenía ganas de salir y lo hizo, sin más. Con esto ejercía su pasión y su naturaleza. Salir es siempre origen de su felicidad, le da un impulso y hasta lo inspira aunque no siempre. Sentía en cada paso el peso de su cuerpo, sentía que ese cuerpo se le caería alguna vez, se desplomaría y se destrozaría. Por eso, no quería que su imaginación se fuera pensando en él. Intentaba, cada vez que sentía esa amenaza, desviar la atención hacia la muchedumbre, el tumulto y el jaleo que se estaba estableciendo con el tiempo en las calles.

 

A veces iba con prisa, otras, con despacio y se le notó por ello el ritmo perturbado. El intentaba cada vez disimularlo y continuar como si nada. Sus hombros también sintió su peso sobre su cuerpo pero otra vez intentó omitir y seguir andando. Quería meterse en un café así podría deshacerse de ese malestar en que de repente se encontró pero se dejó arrastrar por la masa, por la marcha colectiva de la muchedumbre que andaba como una inundación, como un huracán o un diluvio. Miraba delante de él y detrás formas, siluetas y fantasmas. Pero sentía su compañía, estaba tranquilo porque sabía que no estaba solo. Formaba parte de algún modo de este abigarrado paisaje humano desplazándose, moviéndose en busca de algo que estaba previamente definido en la cabeza de cada uno aunque no de todos como era su caso ahora.

 

Sentía que era muy pequeño en medio de ese tumulto parecido a una ola gigante dispuesta a arrasar todo para rematar a su antojo en las rocas del mar, o a un río desbordado por las lluvias torrenciales inclementes con todo lo que encuentra en los barrancos y valles para asegurar su marcha en su lecho cada vez profundo y consolidado. Sentía que su talla era minúscula en medio de esa avalancha que le hacía perder control sobre el espacio y el tiempo. Sentía que el espacio lo absorbió y no le dejó ningún margen siquiera pequeñito de maniobrar o negociar. Sentía que era desapercibido y lo es de verdad. ¿Cómo podía imaginar que la muchedumbre se daba cuenta de la presencia de un ser que se parecía a todos los que ocupaban la calle con él aquella mañana? ¡No pudo ser!

 

Sentía que no valía nada en medio de esa muchedumbre impasible e indiferente a su presencia. Y tenía ganas de parar y gritar, gritar y decirle a esa muchedumbre que él no había salido con las mismas intenciones de ellos. Hoy ha salido para fijarse en ellos, en esa gente pobre, que iba precipitada hacia destinos preestablecidos en la cabeza de muchos. El ha salido hoy porque quería ver, mirar, descubrir, contemplar las caras, los rostros, los rasgos de cada uno de los interminables transeúntes que deambulaban por las calles y las callejuelas de esa ciudad tan seca y tan inhumana. Quería gritar para llamar la atención sobre su existencia. Pero no podía porque sabía con una convicción absoluta que nadie se detendría para escucharle y que sus gritos se esfumarían y los llevaría el aire calentado y caliente por los ruidos de los pasos asimétricos de los transeúntes. Y se calló decepcionado y se encogió en su desilusión y tristeza. Y decidió renunciar a esa tan mala idea, decidió seguir contemplando sin contarlo a nadie. Decidió hacerlo solo ya que también decidió salir solo sin avisar ni consultar a nadie.

 

Y así fue y se encontró consecuentemente muy cómodo y muy a gusto. Ha salido ante todo a romper la rutina con lo cual la calle tenía que ser un placer, un motivo o pretexto para disfrutar y pasarlo bien.

 

Cuentista e hispanista

 

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